Amanda Krueger... esta monja que prestaba ayuda en el hospital psiquiátrico Westin Hills, queda encerrada en un pabellón de máxima seguridad.
Durante varios días, la centena de asesinos que la rodearon, la violaron constantemente, así como también la torturaron a modo de diversión: hacía años que no veían a una mujer, y ella había sido su primer “juguete” después de mucho tiempo sin ver la luz del día.
Encontraron a Amanda casi sin vida y embarazada. La leyenda, el hijo de cien maniacos, el inquisidor de los sueños comenzaba a tomar forma.
Frederick Charles Krueger nació y al poco tiempo fue dado en adopción. Su padre adoptivo descargaba todas sus frustraciones sobre el cuerpo del pequeño Freddy, a quien golpeaba sin miramiento alguno. Freddy comenzó a formar su carácter… la sangre que corría por sus venas estaba corrompida. Freddy nació siendo un asesino. El tiempo solo desarrolló su vocación.
Ya de grande, Fred fue acusado de abuso de menores. Frente a la falta de pruebas y a la “vista gorda” que hicieron las autoridades, los vecinos de Springwood hicieron justicia por mano propia. Salieron todos juntos de sus casas en Elm Street.
Buscaron a Freddy hasta acorralarlo. En pocos minutos, su cuerpo estaba siendo devorado por las llamas de un fuego demencial. Su alma había abierto los cimientos del infierno y el propio Lucifer lo había invitado a entrar.
Freddy ya no era de este mundo. Su sed de revancha fue para el mismísimo Satán como un suave caramelo para un niño. Llegaron a un acuerdo, y la Bestia le concedió un poder único: mientras su leyenda viva, el miedo de la gente de Springwood le daría fuerzas para surcar los sueños ajenos. Una vida onírica para vengarse de quienes lo mataron.
Decidió ir más allá, y atacó a sus hijos en sueños, uno por uno.
Si uno se atreve a preguntar, nadie conoce a un tal Freddy, la leyenda no existe. La figura con garras de metal que se mete en tus sueños como la parca irrumpe tu alma, es solo un juego de niños:
Uno, dos, Freddy viene por ti… Tres, cuatro, cierra la puerta… Cinco, seis, coge un crucifijo… Siete, ocho, mantente despierta… Nueve, diez, nunca más dormirás.
jueves, 13 de mayo de 2010
Dracula "Una eterna sed de sangre"
Fui uno de los tres hijos de Vlad Dracul. Mi padre formaba parte de “La Orden del Dragón”, de ahí venia su nombre “Dracul”. Las tierras que tuvimos los valacos en Transilvania fueron cedidas por el Rey de Hungría gracias a la habilidad de mi padre como guerrero para tratar con el enemigo: turcos otomanos.
En 1444 caí en manos turcas como rehén. No supe nada más de mi padre, quien murió en 1447 junto a mi hermano, a quien le quemaron los ojos y murió del dolor. Todo esto con el consentimiento de la maldita aristocracia que rodeaba a las nobles familias.
Jure venganza. Hice fiestas y festines, donde los gritos de los empalados eran la música de fondo. Decapite a los que se me oponían, y me bañe en la sangre de todos mis enemigos. Todas las almas torturadas gracias a mi venganza me dieron una reputación que fue mas allá de los limites Hungría.
Y me bautizaron como Dracula. Pero más tarde, todo aquello por lo que yo había luchado, se puso en mi contra. Luego de la última batalla contra los turcos para defender Valaquia, al volver a mis aposentos me entero de la noticia más terrorífica: mi amada Erzsébet Báthory se había suicidado. Los aliados de la inquisición le mintieron diciéndole que yo había muerto en la guerra.
Ella no pudo superar el dolor, y murió desangrada en su propia cama, luego de cortarse las muñecas y su cuello.
Mi furia y mi enojo fueron eternos contra la religión para la cual luchaba. Maldije al mismísimo Dios dentro de su casa y aposte mi sangre en contra de la suya. Me convertí en el demonio que mi título profesaba. Dios me condeno a ser inmortal: quiso que viva para siempre para así poder recordar el resto de mi vida el dolor que me causaba la pérdida de mi amada.
Desde ese entonces vivo como lo que soy: una criatura de la noche. El sol, representando a la Luz de Cristo, es mi principal enemigo. Por eso me escondo y duermo de día, y salgo a cazar por las noches. La comida que antes me llenaba con gula ya no hacia efecto, y lo único que me saciaba el hambre y la sed era la sangre humana, como una maliciosa metáfora de todo aquella que yo derrame y que disfrute viendo brotar desde el cuerpo de mis enemigos.
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